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Para la Dirección de Cultura de Rojas: respondiendo a la propuesta hecha pública de redactar “El libro de la memoria”, en recordación de la represión en Rojas al cumplirse 30 años de aquel nefasto golpe militar del 24 de marzo de 1976.
No fue otra “Noche de los Lápices”, pero pudo haberlo sido...
Para el “LIBRO DE LA MEMORIA” rojense: mi testimonio.
1976: uno de los años más negros de la historia argentina. El gobierno de Isabel Perón agonizaba, y el país sólo despertaba de su inercia ante los horrores de la Triple A, o ante las numerosas listas de detenidos - “a disposición del Poder Ejecutivo” - detenidos que al menos, por ese detalle, estaban “blanqueados” ante la opinión pública. Rojas no estaba exento de estos avatares.
Efectivamente, creo que fue a pocos meses de comenzar el año, cuando en un operativo sorpresa y de madrugada como era habitual, un grupo armado del ejército irrumpió en sus domicilios, y se llevó detenidos – “a disposición del P. Ejecutivo” – a varios ciudadanos rojenses muy conocidos, en su mayoría con actuación docente en la entonces Escuela Normal “Nicolás Avellaneda”, entre ellos su directora, la recordada señorita Delia Esther Díaz Lovotti. Unos pocos, Delia entre ellos, recuperaron con cierta rapidez su libertad; otros en cambio, permanecieron años en la cárcel, y sólo la circunstancia de “estar a disposición del Ejecutivo”, los salvó de integrar la lista de desaparecidos.
Los ciudadanos de Rojas, en su gran mayoría, no podíamos salir del asombro ante aquellas detenciones, más aún cuando de inmediato los docentes detenidos fueron separados de su cargo con Delia a la cabeza.
Por entonces, mi hijo Danilo cursaba el quinto año del secundario en aquel establecimiento, y aunque ninguna amistad nos ligaba a Delia, el sólo hecho de ser ella la Directora del colegio donde gran parte de la juventud de Rojas se formaba, nos impulsaba a hacer algo. Así lo pensamos con mi marido: en nuestra condición de padres de uno de esos alumnos, no podíamos permanecer indiferentes ante un hecho tan grave. Fue así que redacté una nota a las autoridades educativas exigiendo que nos explicaran los motivos de aquella separación del cargo, considerando que a los padres nos asistía el derecho a saber qué pasaba en el establecimiento, más allá de que rechazáramos desde el vamos las injustas acusaciones de subversivos con que se tildaba a Delia y al resto de los docentes detenidos.
¡Ay, ay, pobre de mi, qué ilusa!, pensé ingenuamente que todos los padres firmarían aquella nota – dado que yo había tenido el tino de hacerla lo más “aséptica” posible - pero en cuanto empecé a deambular y timbrear por las casas, me di cuenta del lío en que me había metido. “Si cambiás este párrafo te la firmo” , “Si no ponés tal cosa contá conmigo”, “Yo te la firmo después de ver quiénes la firman” , “Ah no Adhelma, perdoname, pero si va la firma de fulano yo no pongo la mía”...y así durante días y días para reunir unos pocos adherentes, adherentes que luego, a pesar de las varias modificaciones realizadas, tampoco la firmaron, porque: “¿viste? es peligroso, no te metás, por algo será” . Perdí innúmeras horas en esa tarea, convencida que no podía renunciar a nuestro derecho a saber la verdad, y reitero, ninguna amistad me unía a Delia así que hasta ese momento ella ignoraba todo esto.
Una tarde la encontré en lo del Dr. Borasi, donde ella concurría con asiduidad por ser amiga de la familia; lo recuerdo muy bien, fue inevitable abordar el tema de su cesantía, y de lo sola que ella se sentía - según sus palabras - ante la indiferencia de la comunidad rojense. Buscando morigerar aquella frustración, me sentí impulsada a contarle lo de mi nota, pero obvié decirle las dificultades en la búsqueda de firmas de apoyo. Lita Gonzalez, gran amiga de Delia, y a quien yo había recurrido en ayuda cuando me sobrepasó tan ardua tarea, le comentó algo al respecto. Fue entonces, y ante mi sorpresa, que Delia me abrazó (gesto poco habitual en ella) y muy emocionada me agradeció cuando yo le dije textuales palabras: “Usted no está sola Delia, hay padres que la apoyamos, y seguiremos esta lucha hasta que la repongan en el cargo”.
Ya para entonces había sucedido lo del golpe militar del 24 de marzo, con la caída de Isabelita y la toma del Poder por la Junta Militar. Para entonces también, a pesar del poco tiempo transcurrido desde esa fecha, los argentinos, al menos quienes considerábamos que la democracia – aún con sus imperfecciones – no podía ni debía ser cambiada por un gobierno de facto, intuimos que la mano venía dura. Y en efecto, el terrorismo de estado no tardó en instalarse como política de estado, con las terribles consecuencias que hasta el día de hoy – treinta años después - nos siguen conmoviendo.
Imperó entonces, más que nunca, el “no te metás” y el “por algo habrá sido”, de modo que ante la nueva situación y recordando mi fracasada experiencia anterior buscando firmas, opté por pulir al máximo aquella carta, ya que, a pesar del peligro que ello significaba, no me resignaba a abandonar la lucha en busca de justicia para la cesanteada Directora.
Con ese texto tan formal y ¡tan aséptico! logré que un grupo de padres me secundara. Las reuniones, de pocas personas y muy secretas, condicionadas por el clima de terror ya imperante, se realizaban en lo del Negro Almar, donde intercambiábamos opiniones y estrategias para seguir adelante con esa causa hecha común para aquel grupo de padres, pero cuidando, dadas las circunstancias, de no excedernos en nuestros reclamos. Así logramos que desde el Ministerio de Educación enviasen a Rojas un Inspector sumariante, quien durante varios días tomó declaración a la comunidad educativa del Avellaneda, y a los pocos padres y vecinos que nos animamos a concurrir a la escuela.
Mientras tanto llegó setiembre, y en verdad, fue aquel un setiembre negro. En La Plata regía la ley del todo poderoso general Camps: sobrevino así “La Noche de los Lápices”, con su secuela de 10 estudiantes secundarios secuestrados - 6 de ellos desaparecidos - por el “delito” de gestionar un modesto boleto escolar. En ese mismo setiembre, en Rojas – zona liberada por la “bonaerense” – a mediodía, en pleno centro y a la vista de todos, Delia era secuestrada violentamente por un comando militar, ¡claro que sin uniforme ni chapa identificatoria!, pero la gente sabía que todo Falcon verde en esas condiciones era sinónimo de terrorismo de estado, lo cual implicaba, al menos, desaparición de persona.
La ciudad se sacudió con ese hecho, y el miedo, más que miedo terror, se apoderó de todos, excepto de algunos nefastos personajes que aún hoy caminan por las calles de Rojas, y que no sólo adhirieron a esa política del “terror y la delación”, sino que la prohijaron y contribuyeron a ella amparados en la impunidad reinante. Endilgar “actividades subversivas” a honestos e indefensos ciudadanos fue moneda corriente, y su cobarde accionar con falsas acusaciones generó, e instigó, aquel clima de impiadosas persecuciones, que en el caso de Delia culminó con su secuestro (y posteriormente con su prematura muerte).
“Afortunadamente, sus familiares se movilizaron rápidamente y la intervención de altos funcionarios del gobierno nacional, lograron que fuera liberada, después de varios días de haber sido “paseada”, por diversos lugares del gran Buenos Aires”... (Párrafo extractado de la “Voz de Rojas” del 28 de diciembre de 1979 dando cuenta del fallecimiento de Delia, a los 48 años, y a sólo tres semanas del fallo reivindicatorio de la Justicia que la restituía en su cargo).
Pero, retomando el hilo conductor de este relato, debo decir que aquel día de setiembre que Delia reapareció - con mi auto a la cabeza, y acompañada por mi gran amiga Graciela Borassi - organicé una marcha de unos 20 vehículos que me siguieron para darle la bienvenida. Así lo manifesté públicamente, más allá del terror reinante - y de nuestro propio miedo - con una gran sábana blanca extendida sobre el techo de mi auto donde se podía leer, precisamente, escrito con grandes letras en rojo lápiz labial: BIENVENIDA SEÑORITA DELIA”. Yo guiaba la caravana ¡lo recuerdo tan bien!, y en un momento decidí que en señal de repudio, debíamos pasar – y detenernos, y así lo hicimos - frente a la casa de “la colorada”, aquella nefasta vicedirectora del Avellaneda, que había sido co-rresponsable de lo ocurrido con Delia. En una deleznable actitud, la Sra. de Díaz – bautizada “la colorada” por los chicos - había presentado en el Ministerio una falsa denuncia contra su propia directora, y encima, lo hizo el mismísimo día que ambas viajaron en el auto de Delia con la misión de realizar trámites escolares. ¡Dios mío, qué terrible!, porque finalmente, a la pobre Delia, todo esto le costó la vida.
Regresando de esta manifestación, y en el mismo momento que en el garage de casa me disponía a quitar aquella sábana de Bienvenida a Delia, aparece en la puerta un “personaje”, ¿personaje? - al rato sabríamos que se trataba de un “personaje siniestro” - , pero hasta ese momento sólo lo conocíamos como padre de tres chicos pacientes de mi marido. Pensé que lo buscaba a él, pero de inmediato, y demostrando gran nerviosismo, el hombre me dijo: _”Con usted señora tengo que hablar, pero si está el doctor, conviene que él también escuche lo que vengo a decirle”.
Lo hicimos pasar al comedor, y sin siquiera sentarse, se despachó con una tremenda amenaza: _” Vengo a avisarles que hasta aquí llegaron, pero les advierto que no más, en Junín, el coronel Camblor ya está al tanto de esta manifestación así que esto debe terminar aquí. Mire doctor, usted se salva por ser el médico de mis hijos sino ya estarían desaparecidos, pero después de esto yo ya no puedo hacer más nada por usted”.
Así de inesperada, así de terrorífica fue aquella amenaza. Pero la cosa no terminó allí: el hombre optó por sentarse, y empezó a “vomitar” informaciones que no podíamos creer, y que a su vez, no sólo aterraban, sino que el solo hecho de saberlas significaba un peligro enorme para nosotros. Entre tanta cosa horrenda, explicó que los secuestros generalmente se hacían los viernes, así en el fin de semana los familiares no podían presentar recurso de “habeas corpus”; que él sabía con antelación del secuestro de Delia y hasta había participado en su organización, incluida la “zona liberada”; que el ejército a veces actuaba muy rápido y mataba gente por equivocación, pero que así se libraba esta guerra; que él estaba vinculado al ejército desde su juventud, que era amigo de tal o cual generalote, y por eso a él le tenían confianza como informante, pero aclaró que no era el único informante que había en Rojas, etc, etc, etc.
Fue una larga hora de escuchar a este personaje tan siniestro, y si aquí no pongo su nombre, es por una razón muy sencilla: las demás cosas narradas son de conocimiento público y registrado por los medios locales, pero la confesión de estas fechorías y la amenaza que nos hizo a mi marido y a mi fueron realizadas en casa, por lo tanto, en privado, y ante cualquier eventualidad, seguramente sería su palabra contra la mía. Es difícil que un personaje de esta calaña admita la veracidad de aquella conversación, aunque sé que ya en tiempos de democracia tuvo el tupé de decirles a algunas personas: “No se imaginan el susto que le pegué al Dr. Cuestas y su mujer”, pero lo que no sé – y dudo que lo haya hecho - es que haya sido capaz de destapar su “podrida olla”. Y eso sí, lo que no sabe él, es que en el living de casa había dos personas amigas, que aunque “acurrucadas” en un rincón por el terror de lo que estaban escuchando, - de no ser porque ya no viven en Rojas - podrían atestiguar sobre las horroríficas declaraciones escuchadas aquella noche.
Lo cierto es que durante meses, años tal vez, no me abandonó la pesadilla de aquellos dichos de este hombre siniestro. Y como en mi casa - en razón de la profesión de mi marido - era común que tocasen timbre a cualquier hora de la noche, cada vez que ello sucedía, yo no podía dejar de pensar que un comando militar, enviado por este... “señor”, venía por nosotros. En fin, que Dios se apiade de su conciencia.
Este siniestro personaje debe rondar hoy los 70 años, creo que no vive más en Rojas (al menos no he vuelto a verlo), ¿seguirá siendo informante del ejército...?.
Pudo haber sido aquella, otra “Noche de los Lápices!”
La cuestión es que en ese clima llegó octubre, y otro hecho sacudió a Rojas: de noche, desalojando a la gente que pasaba cerca, y montando nidos de ametralladora en los techos, un comando militar irrumpió en la casa de Betty Demarco. Betty vivía a escasos metros de nuestra casa, y era la mamá de uno de los mejores amigos de mi hijo, pero a pesar de eso, y de que mI hijo era un asiduo concurrente a aquella casa, yo no me enteré sino al día siguiente de semejante operativo.
La cosa fue así: aquella mañana, temprano, mi marido partió hacia el Solar Feliz, uno de sus lugares de trabajo, pero al momento regresó muy pálido, y angustiado me preguntó:”Danilo mamá ¿dónde está Danilo?”. Muy tranquila le respondí que nuestro hijo dormía, y ante su insistencia por confirmar ese dato, agregué que se había acostado muy temprano esa noche. Ahora era yo la que preguntaba:”¿Qué pasa viejo, por qué esa pregunta y esa cara?”. Así me enteré que ni bien ingresaste al Solar Feliz las docentes te abarajaron con la noticia del operativo en casa de Betty, y con aquella pregunta que te volvió loco:“¿es cierto que anoche se llevaron a varios chicos, entre ellos a su hijo, doctor?”. ¡Cómo para no desesperarte por saber si el hijo estaba en casa!.
Lo concreto es que se armó un remolino bárbaro, desperté a Danilo - que por supuesto nada sabía de todo esto - y corrí hasta lo de Betty. A través de su relato me “desayuné” con lo que había sucedido la noche anterior, y con mayor sorpresa aún, supe que ella tampoco estaba cuando el ejército arremetió en su puerta con la orden de detener “al grupo subversivo que allí se reunía”. A esa hora, Betty viajaba en tren de regreso desde Buenos Aires, mientras sus dos hijos menores – Andrea y Pablo, de 13.y 11 años respectivamente, eran los únicos “subversivos” moradores de la casa.
Nuestro estupor e indignación fue in crescendo a medida que analizábamos las cosas. Diariamente, en aquella casa, se reunían un montón de chicos, ¿a qué?, pues... por los motivos comunes a todo adolescente, o al menos era así en aquella época: escuchar música a volumen alto, comentar sobre el último disco de la banda de preferencia - los Beatles, Pink Floyd y los Rollings creo - “che ¿que dio la de inglés para mañana”?, o la de historia, o la de geografía, vaaa!! Lo más grave podía ser la inveterada costumbre estudiantil de poner sobrenombres a los profesores, o inventar alguna travesura para molestar en hora de clase. Y también, la casa de Betty servía para fumarse el cigarrillo que en su casa aún no les era permitido. La violencia en las aulas no existía entonces, y a pesar de todo y en ese aspecto, ¡qué buenos tiempos aquellos donde imperaba el compañerismo: “todos para uno y uno para todos”!
Por una de esas casualidades, la noche del operativo no había chicos en la casa, sólo los dos hermanitos mencionados, ya que Marcelo, el mayor, se había corrido hasta lo de su compañera Elizabeth, a dos cuadras de su casa, no recuerdo por qué motivo. ¿Qué habría pasado si todos aquellos chicos habitués de la casa hubiesen estado esa noche en ella? Dadas las circunstancias, no creo ser tremendista al decir que todos ellos, hoy, integrarían las listas de los 30.000 desaparecidos. ¡Ciertamente, pudo haber sido aquella, otra “Noche de los Lápices, pero en Roja!”.
En aquel momento no se nos ocurrió esto, pero sí nos dimos cuenta que la cosa era muy seria, y no podíamos quedarnos de brazos cruzados.
A poco de reflexionar sobre aquel operativo, Hector y yo lo asociamos con otro hecho acaecido el año anterior, y al que en su momento no le dimos ninguna importancia. La cosa fue así: un día se apersonó en casa el vecino lindero de Betty (un señor de apellido Leonetti) y pidió hablar a solas con nosotros dos; jamás habíamos intercambiado más de un saludo con él, así que de entrada nos llamó la atención su tono de “secreteo” y su advertencia de que venía por algo muy grave. Según él, nosotros éramos gente muy apreciada en Rojas, y por eso consideraba que era su obligación ponernos sobre aviso de lo que ocurría en casa de su vecina – la señora Betty – porque había observado que nuestro hijo era uno de los chicos que siempre concurrían a esa casa. Y entonces se “despachó” con una “denuncia” nada inocente para los “raros” tiempos que corrían: dijo, con total seguridad – “a esa casa, de noche, llega el Dr. Labrada para enseñarle a manejar armas a los chicos”. Semejante confesión nos dejó perplejos, y al preguntarle de donde había sacado ese dato, nos respondió que no podía decirlo, pero que tuviéramos cuidado con nuestro hijo, y dicho esto se marchó. Hasta el día de hoy, jamás volvimos a intercambiar más de un saludo con este señor.
Después del primer impacto, pensamos: “seguro que estos chicos – como todo adolescente – ponen fuerte la música, y el bochinche molesta a este vecino (hasta ahí era entendible); tal vez va a hacer una denuncia a la policía por ruidos molestos y nos advierte para que no lo dejemos ir más a Danilo ¡pero por favor, qué tremendista!”
Todavía no corrían “los años de plomo”, pero sí eran tiempos de la TRIPLE A, de modo que de vez en cuando nos atenaceaba aquella temeraria afirmación, al ir dándonos cuenta que en su bronca, aquel vecino (inconcientemente, ¿o no tanto???) podía hacer mucho daño.
Finalmente, un día decidimos contarle esto a Danilo, aunque sin mencionar la fuente, respetando el pedido del hombre. Mi hijo se largó a reir (ay, ay, la inocencia, en ese aspecto, de sus 17 años!) al tiempo que decía “¿pero ustedes están locos, de dónde sacaron eso?”. Nos dimos por satisfechos, y no se habló más del asunto.
El Dr Labrada, reconocido abogado de Rojas, era además, un prestigioso docente del colegio Nicolás Avellaneda. Por otra parte, mi marido era el médico de sus dos hijas, y de esta circunstancia había surgido una gran amistad entre la familia Labrada y nosotros, de modo que era impensable admitir como cierto “lo de que le enseñaba a manejar armas a los chicos”, así que también eso nos tranquilizaba, de modo que pusimos el alma en paz y restamos importancia al tema sin decir ni mu a nadie, cumpliendo el pedido del vecino al que supusimos exageradamente molesto por los ruidos musicales del piberío.
Aquí conviene recordar que, con posterioridad a este hecho, el Dr. Labrada fue uno de los docentes del Avellaneda no sólo cesanteado, sino también detenido junto a Delia Díaz Lovotti - a “disposición del Poder Ejecutivo” - en aquel anterior operativo en los albores del 76.
Pero, volviendo al operativo del día, concluimos con mi marido que la presencia del Ejército en casa de Betty, bien podía estar relacionada con aquella temeraria e inconciente afirmación del vecino de marras. ¡Dios mío! en qué tragedia pudo desembocar semejante falsedad. Muy decidida, fui a hablar con Betty y le propuse viajar a Junín para averiguar directamente en el Comando las causas de la presencia del ejército en su casa: -“Betty, no nos podemos quedar de brazos cruzados, yo quiero saber por qué vinieron, mi hijo y los tuyos son amigos, y lo que pueda ocurrirles es igual para unos que para otros” - le dije - “Por supuesto, yo también quiero saber, sí, vamos”, respondió ella.
Ingenuamente pensé que al menos algunas de las madres de los tantos chicos habitués de aquella casa nos acompañarían ¡qué ilusa, ni una quiso ir!, llovieron las excusas, pero en el fondo, subyacía aquello de “por algo habrá sido”. ¿Miedo?, seguro, yo también lo tenía, pero por sobre ese miedo se sobrepuso – madre al fin - la fuerza de una “leona cuidando a sus cachorros”, además de una conducta ética y solidaria, cosas de las que hasta hoy, sin falsos pudores, me enorgullezco.
En mi auto y temprano aquella mañana partimos las dos hacia Junín. Al llegar a las oficinas del Comando, el soldadito de guardia nos informó que los sábados no se atendía al público, y ante nuestra insistencia, nos sugirió ir hasta el Regimiento a ver si el Coronel Camblor nos atendía.
El tal coronel era jefe del Distrito Militar, y solía venir a Rojas a dar charlas sobre cómo educar a los hijos. El teatro Italia de nuestra ciudad se llenaba de padres que, sumisa y complacientemente en su mayoría, escuchaban aquellas peroratas del solterón Coronel enseñando a criar hijos ajenos según las reglas del ejército, reglas que, como mínimo, incitaban a coartar todo atisbo de libertad o rebeldía en los chicos. Con “asistencia perfecta” al teatro Italia, los padres acallaban su conciencia ciudadana: escuchar la voz del ejército enseñando a criar hijos, daba chapa de abrazar la causa del “ser nacional” y por lo tanto, alejaba toda sospecha de “subversivo”. Puedo decir, también con orgullo, que nosotros jamás concurrimos a esas charlas.
Pero sigamos. Ya en el predio del Regimiento, al fin el coronel nos recibió en su casa, en short y zapatillas, muy deportivo, nos presentó a su mamá mientras ambos saboreaban el mate cebado por un soldado conscripto, y enseguida nos preguntó: ”¿Qué se les ofrece señoras?”: Previamente habíamos dejado en la guardia nuestros datos personales, y un sucinto relato del motivo de nuestra visita, así que él ya tenía idea del tema. Como principal dagnificada, Betty habló primero y dijo que necesitaba saber el por qué de la presencia del ejército en su casa. Cuando ella terminó, el coronel, en tono perentorio, me inquirió: “¿Y usted por qué viene?”. Le respondí que por el mismo motivo, dado que mi hijo era gran amigo de los hijos de la señora, y por lo tanto, cualquier cosa que alcanzara a ellos, también alcanzaba al mío.
¡Ay Dios!, la perorata que tuvimos que aguantarnos durante casi una hora, más que perorata, una serie de barbaridades, acusaciones, y hasta veladas amenazas. Empezó diciendo que conocía el caso, pero por no tener la carpeta a mano, no recordaba si se trataba de una denuncia o qué. El diálogo siguió más o menos así:
_“¿Ven señoras?, el ejército está aquí, encerradito en este lugar y no se entera de nada, pero si alguien viene y nos cuenta, nosotros tenemos obligación de ir a averiguar, y a veces actuamos, qué quiere que le diga, estamos en guerra”. - No pude contenerme y le respondí:-”Pero creo que toda guerra tiene su código de honor coronel, con ese criterio, cualquier vecino que nos tenga rabia, denuncia que somos comunistas, y ustedes nos van a tirar la puerta abajo. Ese no es el ejército sanmartiniano...bla, bla, bla ...”
Betty me pateaba debajo de la mesa como para que me callara, pero yo no podía con mi genio, ni con mi indignación, así que seguí hablando, pero igual escuché aquella respuesta del malhumorado coronel:
_”Señora, le he dicho que estamos en guerra y la guerra es así, ¿o no me entendió?”.
_”¿Y es necesario que el ejército vaya de noche, y tire las puertas abajo? - le espeté” .
_ “Le repito que estamos en guerra, y en una guerra todo es válido; a veces matamos gente y después nos enteramos que son inocentes, pero qué le vamos a hacer, esta guerra es así, tampoco la declaramos nosotros, el enemigo subversivo la declaró”.
No podíamos creer lo que escuchábamos, y cada una, interiormente, sintió terror, y temor por los chicos. Levantando más su voz, Camblor agregó: _ “Además, ese Rojas es un nido de subversivos, no ve, no ve la Díaz Lovotti esa, una subversiva, y todos los subversivos que habrá formado”, y dirigiéndose a Betty, le espetó:_”A ver, dígame, ¿qué leen sus hijos”.
Betty no alcanzó a decir Herman Hess, cuando el coronel la interrumpió así:
_”No sé quién es, pero por las dudas, ROMPALE ESOS LIBROS”. Después, como poseído por un demonio, siguió diciendo:
_”Seguro escuchan música de la Mercedes Sosa, otra subversiva, y si tienen una guitarrita peor”: Betty respondió afirmativamente que había una guitarra en su casa, a lo que el coronel, cada vez más estentóreamente, le dijo:_”¿No ve, no ve lo que le digo? ROMPALE LA GUITARRA, esa subversiva de la Sosa envenena a todos, y seguro que van chicos a su casa y se ponen con la guitarrita”.
Ante el gesto afirmativo de Betty, el coronel, con voz de mando, arremetió: _”ÉCHELES a todos los amigos, RÓMPALES los libros y la guitarrita, LEVÁNTELOS a la cinco de la mañana y mándelos a trabajar, a hombrear bolsas al puerto, y va a ver cómo no tienen tiempo de pensar en pavadas.” Y dirigiéndose al pobre soldadito cebador de mate, le ordenó:_”Decile, decile a las señoras que vos te levantás a las cinco de la mañana y no tenés tiempo de pensar en cositas raras, decíselo”. (El pobre soldadito ¿qué podía responder?)
No pude contenerme y le pregunté a Camblor: _”¿Usted tiene hijos?”.
_”No, por suerte soy soltero ¿por qué me lo pregunta?”, me respondió cortante.
_”Porque si usted tuviera hijos, sabría que si les rompemos la guitarra, les rompemos los libros y les echamos a todos los amigos, también los echamos a ellos de la casa. ¿Qué mejor que estén en la casa, es el mejor lugar para saber con quienes se juntan y qué hacen, no le parece, acaso el ejército no les recomienda eso a los padres?”.
Allí la mamá del coronel intervino diciendo: _”¡Qué cosa la juventud de ahora! Yo crié tres varones y nunca me dieron trabajo”, a lo que Betty respondió de inmediato:_”A mi tampoco me dieron trabajo mis hijos, la preocupación me la da el ejército, que fue a mi casa, y no sé por qué”. Yo agregué algo similar y no se cuántas cosas más.
Dando por terminada la entrevista, el coronel nos prometió buscar los antecedentes del caso para la semana siguiente, para lo cual nos esperaba en su oficina del comando.
Regresamos a Rojas con una mezcla de impotencia, dolor, amargura, y también, con un gran temor: Betty me decía que no debí decirle tantas cosas, que en un momento pensó que no saldríamos con vida del Regimiento, en fin, fundadas elucubraciones de una y de otra que nada positivo agregaban a esa entrevista tan frustrante. Más allá de saber que podíamos contar la una con la otra, por lo demás nos sentíamos huérfanas de apoyo, y con un gran temor sobre lo que podría sucederle a nuestros hijos en semejante contexto.
Cuando a la semana siguiente Betty fue, sola esta vez, Camblor la recibió en su oficina del comando. Según nos contó ella, no parecía “tan loco” y la trató mucho mejor que la vez anterior; al final le dijo que no se preocupara, que no era nada, seguro que los chicos hacían mucho ruido, que no los dejara poner música a todo volumen, etc, etc,. Terminó invitándola a tomar un café juntos algún día, a lo que Betty muy piola, respondió: _”Cuando guste, pero en mi casa, así conoce a mis hijos y a sus amigos, y ve que son chicos indefensos”. El coronel hizo mutis por el foro, y por supuesto, jamás apareció en lo de Betty.
Lamentablemente, Betty Demarco de Tamasi, ya no está entre nosotros: también ella tuvo una muerte joven, pero estoy segura que desde donde está, se sentirá satisfecha por sacar a la luz este episodio que tanto dolor nos costó.
Y antes de finalizar este relato, es bueno aclarar que los episodios aquí narrados no son los únicos cuya marca dejó en Rojas aquella dictadura sangrienta. Con la ayuda de sus secuaces locales ocurrieron otros hechos deleznables, pero yo opté por referirme a aquellos que viví más de cerca, o que directamente fui protagonista, por la simple razón de que un testimonio de algo vivido, es mucho más valioso que un testimonio de algo escuchado contar a otros.
Cuando leí el otro día en un periódico local que invitaban a participar del “Libro de la Memoria” rojense, pensé que era necesario dejar testimonio de todos estos episodios que acudieron de inmediato a mi propia memoria, y consideré llegado el momento de darlos a conocer con nombres y apellidos, en especial el episodio que pudo haberles costado la vida a nuestros hijos, ya que bien pudo haber sido aquella otra “Noche de los Lápices”, pero aquí, en Rojas. Lo he contado alguna vez en charlas, pero creo que el testimonio escrito vale mucho más, porque ayuda a fijar en la memoria colectiva hechos y circunstancias que jamás debemos olvidar; también para no olvidar algunos nombres y personajes nefastos, que aportaron lo suyo para que todo esto pudiera suceder. Es común escuchar que en Rojas somos pocos y nos conocemos todos: yo diría, en cambio, que no es tan así, y que saber quién es quién, aún hoy, no deja de ser un ejercicio saludable para beneficio de todos.
Por último, también considero que es necesario narrar estas cosas, para que quienes transitan hoy las aulas del Colegio Avellaneda, sepan quién fue la mujer cuyo Salón de Actos (o la biblioteca, no recuerdo bien) – en un tibio homenaje realizado años atrás – bautizaron con su nombre. Para que la recuerden y honren su memoria, simbolizando en ella a todos los que fueron – de un modo u otro – víctimas inocentes de la represión en Rojas bajo el imperio del “Terrorismo de Estado”.
Y también para que – a 30 años del nefasto golpe militar del 24 de marzo de 1976 - los jóvenes de hoy tomen conciencia de que aquel horror, y aquel dolor, NUNCA MÁS debe volver a repetirse.
Y para ello, nada mejor que se hagan carne en nosotros, aquellos versos de León Gieco:
Sólo le pido a Dios
Que lo injusto no me sea indiferente
Que si un traidor puede más que unos cuantos
Que esos cuantos no lo olviden fácilmente.
Sólo le pido a Dios
Que el futuro no me sea indiferente
ADHELMA LEONOR SARMIENTO DE CUESTAS
En Rojas - 24 de marzo del año 2006 (a 30 años de aquel nefasto golpe militar) |